lunes, 25 de noviembre de 2013

Feliz Día de Acción de Gracias

Esta jueves se celebra en Estados Unidos el Día de Acción de Gracias.
El año pasado hice unas galletas para después de la cena, ya veis, unos cuantos tópicos, la carita de un indio, el casco de la Super Bowl, unas mazorcas de maiz y claro, muchos pavos.



Como siempre, las hice a última hora y ya no era momento de enseñarlas, así que las rescato para la celebración de este año y que me sirvan, al menos por un día, de recordatorio de todas las cosas buenas por las que debo dar gracias ya que a veces no las tengo en cuenta y de lo único que me doy cuenta es de aquello que me falta (o quizá no).



Y como no tengo tanto don de palabra, aquí un regalito agradecido.

OTRO POEMA DE LOS DONES

Gracias quiero dar al divino 
laberinto de los efectos y de las causas 
por la diversidad de las criaturas 
Que forman este singular universo, 
por la razón, que no cesará de soñar 
con un plano del laberinto, 
por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises, 
por el amor, que nos deja ver a los otros 
como los ve la divinidad, 
por el firme diamante y el agua suelta, 
por el álgebra, palacio de precisos cristales, 
por las místicas monedas de Angel Silesio, 
por Schopenhauer, 
que acaso descifró el universo, 
por el fulgor del fuego 
que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo, 
por la caoba, el cedro y el sándalo, 
por el pan y la sal, 
por el misterio de la rosa 
que prodiga color y que no lo ve, 
por ciertas vísperas y días de 1955, 
por los duros troperos que en la llanura 
arrean los animales y el alba, 
por la mañana en Montevideo, 
por el arte de la amistad, 
por el último día de Sócrates, 
por las palabras que en un crepúsculo se dijeron 
de una cruz a otra cruz, 
por aquel sueño del Islam que abarco 
mil noches y una noche, 
por aquel otro sueño del infierno, 
de la torre del fuego que purifica 
y de las esferas gloriosas, 
por Swedenborg, 
que conversaba con los ángeles en las calles de Londres, 
por los ríos secretos e inmemoriales 
que convergen en mí, 
por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria, 
por la espada y el arpa de los sajones, 
por el mar, que es un desierto resplandeciente 
y una cifra de cosas que no sabemos 
y un epitafio de los vikingos, 
por la música verbal de Inglaterra, 
por la música verbal de Alemania, 
por el oro, que relumbra en los versos, 
por el épico invierno, 
por el nombre de un libro que no he leído: 
gesta Dei per Francos, 
por Verlaine, inocente como los pájaros, 
por el prisma de cristal y la pesa de bronce, 
por las rayas del tigre, 
por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan, 
por la mañana en Texas, 
por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral 
y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos, 
por Séneca y Lucano, de Córdoba, 
que antes del español escribieron 
toda la literatura española, 
por el geométrico y bizarro ajedrez, 
por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce, 
por el olor medicinal de los eucaliptos, 
por el lenguaje, que puede simular la sabiduría, 
por el olvido, que anula o modifica el pasado, 
por la costumbre, 
que nos repite y nos confirma como un espejo, 
por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio, 
por la noche, su tiniebla y su astronomía. 
por el valor y la felicidad de los otros, 
por la patria, sentida en los jazmines 
o en una vieja espada, 
por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema, 
por el hecho de que el poema es inagotable 
y se confunde con la suma de las criaturas 
y no llegará jamás al último verso 
y varía según los hombres, 
por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos 
por morir tan despacio, 
por los minutos que preceden al sueño, 
por el sueño y la muerte, 
esos dos tesoros ocultos, 
por los íntimos dones que no enumero, 
por la música, misteriosa forma del tiempo.


(De «El otro, el mismo», J.L.Borges)

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